EDUCACION, DESERCION ESCOLAR E INTEGRACION LABORAL JUVENIL

Igor Goicovic Donoso

1. Introducción

Una de las grandes diferencias en el plano de las definiciones programáticas relativas a política social, entre el régimen militar y el régimen democrático, se encuentra en el cambio de prioridad estratégica referido a las áreas, enfoques, sectores y grupos sociales beneficiarios de los programas y recursos del gobierno. Es en este contexto de cambios que el sujeto juvenil popular pasa a convertirse en un grupo-objetivo (Molina, 1994:7) prioritario para el nuevo gobierno. Efectivamente, ya desde mediados de la administración de Patricio Aylwin Azócar es posible observar que la política social de juventud comienza a adquirir perfiles más definidos, entre los cuales, el aspecto educativo, se releva como un eje central de la misma. De esta manera, el ámbito educacional se convierte en el soporte fundamental de la política social juvenil, siendo su contenido la integración de los jóvenes al complejo mundo de las relaciones ciudadanas.

Son múltiples los hechos que permiten explicar la nueva política de gobierno. Algunos de ellos tienen que ver con los profundos cambios económicos, políticos y sociales operados a escala mundial en los últimos veinte años. Sin embargo, quisiéramos centrarnos, por ahora, solamente en dos razones para pensar estos mismos cambios en Chile. La primera es que, constatando que el grupo-objetivo prioritario de la política social chilena ha sido históricamente el complejo madre-niño, (Hurtado, 1994:7) el gobierno de la Concertación privilegiará, además, el que las inversiones sociales a temprana edad tengan posibilidades de madurar, y por tanto, procurará proteger al estadio juvenil tanto como al de la niñez y la preñez. En este contexto general, el gobierno crea el Instituto Nacional de la Juventud, además de poner en marcha programas en el campo de la educación técnico-profesional y capacitar para el empleo a jóvenes que se encuentran fuera del sistema regular de enseñanza.

La segunda nos permite constatar que durante el gobierno de Patricio Aylwin Azócar, y posteriormente con más énfasis en el de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, comienzan a aparecer en el debate público temas como la seguridad ciudadana, la apatía política, el rápido descenso en las tasas de inscripción electoral, la violencia en los estadios, el desempleo, el aumento en las tasas de drogadicción y alcoholismo, invadiendo la opinión pública a través de los medios de comunicación. Todos ellos son presentados como asuntos vinculados —directa o indirectamente— con los jóvenes y, en función de ello, son percibidos como trabas al proceso de transición a la democracia. En relación con estos fenómenos comienzan también a plantearse cada vez con más fuerza en el debate público, temas como el de la pobreza, la marginalidad, la exclusión, la falta de oportunidades y de expectativas. En definitiva, se pone en jaque el programa de integración de los jóvenes al proyecto social y económico elaborado por los gobiernos de la Concertación.

Las dos razones que se han enunciado mantienen un patrón común: la pobreza juvenil. Esta constatación, que deviene en la incorporación de nuevas definiciones estratégicas en relación con los jóvenes (la deuda social con los jóvenes), permite realizar, especialmente a partir de la administración de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, un replanteamiento general respecto del tipo de integración y participación que se desea. Pero ello no implica, necesariamente, cuestionar las bases sobre las cuales se asienta el modelo de desarrollo adoptado por el país. Por el contrario, al adscribir a definiciones programáticas, como el crecimiento con equidad, lo que se hace es reconocer que el crecimiento económico no necesariamente va ligado a la equidad, y que la pobreza depende estrictamente de la eficiencia de las políticas sociales, y no así del modelo económico imperante. En consecuencia la política social diseñada para la década de 1990 se caracteriza por no actuar sobre el conjunto del modelo, sino sólo focalizándolo. En este escenario los jóvenes se transforman en objeto de dicha focalización y, por ende, en potenciales beneficiarios de las políticas y recursos orientadas a erradicar la marginalidad y la pobreza.

Habría que destacar al respecto que no han sido pocos los esfuerzos realizados por los tres gobiernos de la Concertación en torno a la solución de los problemas señalados más arriba. Tanto a través del Instituto Nacional de la Juventud como del Ministerio del Trabajo se delinearon programas, como Chile Joven, projoven y Casas de la Juventud, entre otros que, a pesar de los recursos invertidos, no aportaron los resultados que de ellos se esperaban. Ello por cuanto la concepción general de lo juvenil continuaba atravesada por una percepción agregativa que, en el marco de la focalización, tiende a sectorizar programas y no a construir política de juventud (Dávila y Silva, 1999:5).

También habría que señalar que lo que se pretendía era extender una suerte de invitación a los actores o grupo-objetivo, potencialmente beneficiarios de las políticas públicas, a integrarse al modelo de sociedad planteado por la Concertación de Partidos por la Democracia. Pero esta propuesta de integración al desarrollo nacional implicaba definir y asumir una serie de disposiciones y dinámicas de trabajo que no siempre coincidieron con las expectativas del mundo juvenil popular. El problema de la integración aún quedaba sin resolverse definitivamente (cf. Gómez, 1996; Salazar, 1996; Cortés, 1994; Cottet, 1994; Duarte, 1994 y Weinstein, 1994).

Pero, no sólo en torno a los grupos-objetivo cambió la nueva política democrática. Conscientes de la magnitud de los problemas estructurales del sistema educativo y de las proyecciones de los mismos, especialmente al abordar las tareas de modernización del país, las autoridades de Gobierno le otorgaron un rango estratégico a la problemática educativa (Aylwin, 1990). Es así como se asienta la idea que la educación es el principio articulador, por excelencia, del desarrollo económico con equidad social.

2. Integración juvenil y política educativa

Desde los inicios de la historia educacional en América Latina, las orientaciones, objetivos y metas de los sistemas educacionales han variado diametralmente como consecuencia de los cambios que han permeado sus sociedades. Durante el siglo xix, y en el contexto de la conformación de los Estados Nacionales, la educación se preocupó de la conciencia ciudadana y nacional y, por otro lado, de mantener los valores morales y éticos de la Iglesia y la familia. Era preciso en ese entonces llevar a cabo, exclusivamente a través de la institucionalidad, todo un proceso de homogeneización social para dar forma a una sociedad que se encontraba en vías de construcción. Más tarde, en los inicios del presente siglo, el rol de la educación se fue ligando cada vez más a los procesos productivos y hacia la formación de recursos humanos para una sociedad que construía su propia industrialización. Hoy día, nuevamente, se define una educación relacionada con la producción, pero, en esta oportunidad, orientada a procurar la inserción de los sujetos en un mundo regido por las leyes del mercado. Aquí lo que prima es la capacidad de responder a una demanda diversificada y cambiante, es decir, la producción de servicios. Al respecto, el Presidente de la República, Eduardo Frei Ruiz-Tagle, dirigiéndose ante el Congreso Pleno en 1994, señaló,

Chile necesita no sólo de mejoramientos, sino, además, de una profunda reforma en su educación media.... La modalidad técnico-profesional debe dejar de ser concebida como una de carácter terminal y altamente especializada. Las nuevas formas de producción y la capacidad competitiva de nuestros productos en los mercados internacionales depende cada vez más de la capacidad creadora y de los niveles de capacitación de quienes concurren a la producción de los bienes que se exportan ... nuevas tecnologías cambian a velocidades sin precedentes y en direcciones que no son siempre predecibles y por tanto demandan una calificación del trabajo de nuevo tipo [...] (Frei Ruiz-Tagle, 1994).

En concordancia con lo anterior, la Comisión Nacional para la Modernización de la Educación (cnme) diagnosticó, un año después,

La globalización de la economía exige a los países elevar su competitividad, y la educación ha pasado a considerarse uno de los factores claves para incrementar la productividad y para agregar valor a los productos de exportación. Es por eso que tanto las naciones en vías de desarrollo como las que se encuentran en avanzadas etapas de industrialización, hoy día están revisando y haciendo examen crítico de sus sistemas educativos (cnme, 1995:11).

De esta manera la Reforma Educativa pasa a convertirse en un requerimiento fundamental para el logro de la equidad social, considerando, además, el evidente deterioro de este sector luego de más de una década de postergación. Así, se detectan —a lo menos— tres grandes problemas arrastrados desde el régimen militar: i) la disminución de los recursos estatales orientados al sector; ii) las ineficiencias devenidas del proceso de municipalización; y iii) el deterioro de la función docente (Aylwin, 1990). Los tres, en conjunto, desembocaron en un deterioro de la calidad de la enseñanza y en una profunda desigualdad y fragmentación entre los distintos establecimientos y modalidades educativas.

A mediados de la década de los noventa, se constató el fuerte incremento experimentado por la matrícula de educación media en los últimos 25 años —la cantidad de alumnos en 1995 es cinco veces superior a la de 1970—, lo que puso de manifiesto que la ampliación de la cobertura había sido uno de los principales logros del sistema a través del tiempo (cnme, 1995:38).[1] Pese a ello, los diagnósticos relativos a la equidad y calidad de la educación continuaban entregando resultados claramente deficitarios. En correspondencia con esta situación, durante el gobierno de Patricio Aylwin se levanta el lema Educación para el Trabajo,[2] y se abre paso, entre 1990 y 1993, a las primeras modificaciones en el ámbito escolar.[3] Se toma conciencia que es el sistema educativo global y su vinculación con el tema laboral el que se encuentra en crisis. Crisis que se visualiza en torno a tres ámbitos: la eficiencia interna —relación entre esfuerzo educativo y sus resultados—, la cobertura —necesidad de disminuir la deserción escolar— y la eficiencia externa —prolongación de estudios, inserción laboral e ingresos— (mineduc, 1994:37).

Educación y trabajo aparecen en ese momento como las dos grandes palancas del proceso de integración social de los jóvenes y, por ende, como la inversión a largo plazo de un país que accedía a la modernidad. Consecuentemente, la administración del Presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle no introdujo modificaciones sustanciales a las anteriores orientaciones estratégicas; por el contrario, las acentuó. Ya en su mensaje al país del 21 de mayo de 1994, el Presidente de la República, indicaba que la primera prioridad en su Programa de Superación de la Pobreza eran los niños y los jóvenes (Frei Ruiz-Tagle, 1994). En el caso de los jóvenes se trataba precisamente de darle un renovado énfasis a la capacitación laboral. De esta manera, la integración por la vía del trabajo se mantiene como eje prioritario del tratamiento del mundo juvenil.[4]

Preparar a los jóvenes para el mundo del trabajo, entonces, cumplía una doble función en el proceso de integración social: una económica y otra social. Por un lado, no se descuida la producción de mano de obra necesaria para los nuevos requerimientos del mercado, y por otro, se da paso a la integración de la juventud en el ámbito laboral. No obstante, no faltaron las voces críticas a tal forma de perspectivar el problema. Plantear la integración social del joven excluido únicamente vía ámbito laboral parecía ser insuficiente y urgía mirar el problema integralmente.

Mirado en perspectiva el resultado de este primer ejercicio de readecuación del sistema educacional y, a partir de ello, el proceso de integración de los jóvenes a los cambios impuestos por la sociedad moderna no arrojó los resultados esperados. Los jóvenes no fueron preparados adecuadamente para el mundo del trabajo y mucho menos para ejercer sus derechos ciudadanos. Problemas tales como, los bajos resultados en el aprendizaje, la repitencia y deserción, la alta desigualdad social en función de las oportunidades educacionales, la baja eficiencia externa y el deterioro de la motivación docente, continúan manifestándose de manera dramática y su resolución no se vislumbra en el mediano plazo (Lemaitre, 1999:133-134). Subyace, entonces, la impresión de que la integración de los jóvenes tanto hacia el mundo social como hacia el interior de la cultura escolar no ha sido lograda.

Se abre paso, a partir de este momento, a un proceso de discusión que habría de desembocar en una radical redefinición de la política social de juventud, reconsiderando el espacio y la función del sistema educativo. Se asienta, especialmente en los documentos que fundamentaron el Programa mece-media, la concepción de los jóvenes como co-constructores de la cultura escolar, a partir del reconocimiento de los saberes y quehaceres que identifican su entorno cultural (mineduc, 1994:86).

Pero estas definiciones, por lo demás muy amplias, generaron, y continúan haciéndolo, nuevas tensiones en el sistema educacional de enseñanza media. Por una parte, exige de las unidades educativas la actualización de sus propuestas de contenido adecuando el curriculum a las realidades y especificidades de los estudiantes. Por otra, amplía el horizonte del quehacer educacional al definir la cultura escolar como el ámbito idóneo, para la corrección de las conductas transgresoras —drogadicción, alcoholismo, delincuencia— que complejizan la estabilidad social del país y, por último, asume la implementación de la Jornada Escolar Completa Diurna (jecd), como ámbito de optimización del tiempo libre de los jóvenes y, con ello, como mecanismo preventivo de eventuales desviaciones conductuales en un medio social que se asume como hostil.

Estos criterios generales, definidos por las autoridades públicas como prioritarios en el quehacer de los establecimientos educacionales, no han sido ni debidamente precisados, ni sistemáticamente discutidos y, por lo tanto, su internalización y operacionalización se muestra deficitaria. Se hace visible, entonces, que a nivel local las unidades educativas aún se plantean contradictoriamente frente a los nuevos desafíos. Así, mientras en algunos liceos se privilegia el disciplinamiento de los futuros ciudadanos intentando neutralizar las conductas desviadas, en otros —los menos— se ha intentado mejorar la calidad de los procedimientos y contenidos pedagógicos incorporando los saberes y quehaceres de los jóvenes.[5] Esto, evidentemente, se convierte en la principal tensión del proceso educativo.

3. La Reforma como instrumento para el mejoramiento de la calidad y equidad

de la educación

A partir de 1995 el Programa mece-media se convirtió en la respuesta estratégica de la política educacional del gobierno frente a los desafíos que el mundo moderno le plantea a la educación secundaria. Ello devino del constatar que desde la última reforma aplicada al sistema educacional chileno —1965—, que amplió significativamente la cobertura educacional, muchas cosas habían ocurrido. Las transformaciones experimentadas a escala mundial, en la producción, empleo, conocimientos, información, cultura, etc., exigen un sistema educativo capaz de contribuir a la formación de personas moralmente sólidas, con sentido de identidad y de misión y con herramientas que las habiliten para discriminar, discernir y dar cuenta responsablemente de sus actos, en el marco de situaciones nuevas (mineduc, 1994:5; Castro, 1992). Pero ello también se relaciona con la identificación de las profundas brechas sociales abiertas por la modernización económica. Al respecto se constata que el crecimiento económico del país no ha conllevado una distribución equitativa de la renta y, por ende, los sectores menos favorecidos poseen menos posibilidades de acceder a un mejoramiento de su condición de vida. Junto con lo anterior se infiere que la profundización de la desigualdad social genera desequilibrios políticos que cuestionan la estabilidad del sistema democrático. En ese contexto, el acceso de todos los sectores sociales a una educación de mejor calidad viene a resolver —a lo menos en parte— la condición deficitaria que su posición en la estructura social les asigna y, a la vez, contribuye a la legitimación de la institucionalidad democrática (García-Huidobro, 1999:28-29). Nuevamente, entonces, pero bajo otras perspectivas, la educación se convierte en la palanca del desarrollo, la movilidad social y la ciudadanía.[6]

De las evaluaciones realizadas por las autoridades de educación sobre la viabilidad del proceso que se comenzaba a desarrollar, surgieron una serie de fortalezas del sistema que permitían confiar en las expectativas cifradas en la Reforma.[7] Efectivamente, la amplia cobertura alcanzada por sistema educativo, asociado a la valoración social que la familia aún realiza de la educación, sumado a la excelencia alcanzada por la formación académica de los docentes y a los mecanismos cada vez más eficientes de supervisión, permiten vislumbrar la existencia de una serie de capacidades instaladas, potencialmente provechosas para el proceso de cambios que se pretende implementar. Pese a lo anterior, también se constató la existencia de dos grandes debilidades: el anacronismo de los procesos de enseñanza-aprendizaje, que inciden en una deficiente motivación de los actores y la inequidad, tanto en la calidad como en los resultados del proceso educativo; ambas situaciones se convierten, evidentemente, en grandes obstáculos para el proceso de cambios (mineduc, 1994:6-7). Los diagnósticos realizados a través de instrumentos como las pruebas simce permitieron visualizar situaciones de gran desequilibrio al interior del sistema educativo. La educación de los jóvenes pobres, especialmente aquélla que entregan los establecimientos municipalizados, tiende a reproducir los circuitos de la pobreza en una espiral que incluso aleja a algunos sectores de la educación secundaria. De esta manera el liceo, en vez de atenuar las desigualdades sociales, profundiza las brechas que separan a ricos y pobres (García-Huidobro, 1999:28-29).

Por ello los grandes objetivos involucrados en el Programa mece-media, apuntaron fundamentalmente a construir un modelo educativo que, fundado en los criterios de universalización de la calidad y equidad de la educación, fuera capaz de inculcar conocimientos y competencias generales y específicas a todos los participantes; que no se definiera exclusivamente por su orientación a la educación superior o por una temprana, y a veces forzada, especialización en función de salidas específicas al mercado laboral. Un aspecto clave en la consecución de dichos objetivos se encuentra, evidentemente, en la generación de una amplia capacidad de autonomía para los establecimientos educacionales, de manera que sean ellos mismos los responsables de elaborar una oferta educativa de calidad.

Por su parte las nuevas concepciones curriculares sentaron las bases de los cambios que se aspira a introducir en el plano pedagógico. Mientras por una parte, la sostenida profesionalización de la labor docente debe garantizar la optimización de los recursos humanos, por otro lado se privilegia una modalidad de conducción institucional fundada en el liderazgo pedagógico. A lo anterior había que sumar la incorporación de la cultura juvenil en los establecimientos educacionales como una manera de reforzar un aprendizaje participativo y ampliar la motivación estudiantil y como una manera de sustituir la enseñanza frontal por métodos activos y flexibles, en función de las velocidades de aprendizaje de los alumnos (mineduc, 1994:13-15).

En materia de cultura juvenil el informe de la Comisión Nacional para la Modernización de la Educación prestó atención a dos elementos claves: la necesidad de incorporar la realidad juvenil a los establecimientos como estrategia educativa, y el hacerse cargo de la existencia de una cultura juvenil propia y autónoma. Para el primer punto, la Comisión consideraba como un aspecto relevante el incorporar el entorno educativo del estudiante en las orientaciones y propuestas curriculares. El entorno vecinal por un lado, y el grupo de pares por otro, son concebidos como el ambiente natural del estudiante (cnme, 1995:78). Para el segundo punto, mencionaba el deber que tenían los establecimientos educacionales de,

...hacerse cargo de la existencia de una cultura juvenil que tiende a desarrollarse cada vez con más autonomía en torno a preocupaciones generacionales, símbolos compartidos, lenguajes específicos y modelos o estilos de comportamiento no exentos de elementos conflictivos y de riesgo (cnme, 1995:102).

Si bien el informe anterior es el primer documento oficial en que se menciona la problemática de la integración de la cultura juvenil a la cultura escolar, es en el Programa de Mejoramiento de la Calidad y Equidad de la Educación Media 1995-2000 (mece-media), donde se menciona por primera vez en forma programática, es decir, con el claro objetivo de incorporarla a la reforma del sistema educativo a través de la creación de un componente específico para su operacionalización (mineduc, 1995). La manera de perspectivar la cultura juvenil es mucho más elaborada aquí que en el informe de la Comisión, y esto básicamente porque existe un trabajo prolijo acerca de todos los temas que tienen que ver con el tema educacional en la enseñanza media.

El Programa mece-media realiza un balance similar al del Informe de la Comisión acerca de la incorporación de la cultura juvenil a la escolar: señala la existencia de un desconocimiento generalizado de la cultura juvenil y la falta de una clara voluntad de incorporarla en el sistema educacional. La cultura escolar vigente —dice— tiende a considerar escasamente que los alumnos del nivel secundario constituyen un grupo etáreo singular, con sus códigos culturales y desafíos psicosociales específicos (mineduc, 1994:57-58).

Hasta ahora, el problema de la integración juvenil parece reflejar uno de los objetos centrales de la preocupación del Estado y constituye —a lo menos— el eje central de la generalidad de los diagnósticos realizados por las autoridades y el gobierno. En relación con la Reforma Educacional, la premisa básica parte por la aceptación del hecho que la cultura juvenil no se encontraba integrada al sistema educacional hasta antes de la puesta en marcha del Programa mece-media. La aceptación de este hecho, refleja la apertura del debate acerca de la integración social juvenil popular hacia una visión que trasciende el ámbito meramente laboral. Con la ayuda de modelos teóricos y corrientes nuevas de las ciencias sociales, se abre el tema de la integración hacia la cotidianeidad de los jóvenes, su quehacer diario, sus intereses y visiones de futuro. De este modo, la aproximación oficial al problema hoy es otra y se aborda el tema de la integración en conjunto con el de la educación.[8]

Sobre la base de estas definiciones y a partir de la ejecución de un plan de ampliación de la infraestructura y equipamiento educativo se proyectaron una serie de metas a alcanzar, relacionadas con organización escolar, trabajo en equipo, integración y comunicación y participación (mineduc, 1994:22-23). La operacionalización de estas metas quedó en manos de diez componentes específicos del Programa, los que quedaron adscritos a dos niveles de ejecución. Un primer nivel lo constituían las acciones de construcción y desarrollo institucional del Ministerio y un segundo nivel, correspondía a las acciones directas sobre los liceos. En este segundo caso, el Programa de Modernización contempla dos tipos de acción: los «Programas», cuyo objetivo era mejorar los procesos al interior de los liceos —gestión pedagógica y jóvenes— y los «Sistemas de soporte», orientados a la incorporación de insumos que apoyen esos procesos —recursos de aprendizaje, informática educativa, infraestructura físico-educativa y asistencialidad.

La culminación del proceso de elaboración del proyecto de reforma del sistema educativo chileno, se produjo el 13 de agosto de 1996 cuando el Presidente de la República, Eduardo Frei Ruiz-Tagle, envió al Congreso Nacional el Proyecto de Ley sobre Jornada Escolar Completa Diurna (jecd). En el mensaje que acompañó el Proyecto, el Primer Mandatario señalaba que el desafío de asegurar la escolarización de toda la población, se había cumplido plenamente en las últimas décadas, pero advertía que el lograr una educación de calidad equitativamente distribuida, continuaba siendo una meta bastante distante (Congreso Nacional, 1998:50). Precisamente, el alcanzar esa meta era el objetivo central de la propuesta legislativa del ejecutivo. En ella, la ampliación de la jornada escolar diurna se convertía en el eje articulador del Proyecto, siendo los aspectos centrales del mismo, el mejorar y ampliar la infraestructura y la organización educativa. El eje, en esta perspectiva, se encuentra, evidentemente, en los recursos destinados al mejoramiento del sistema educacional. Específicamente el esfuerzo central tiende a orientarse a la ampliación y mejoramiento de la infraestructura de los establecimientos educacionales, de manera de adecuarlos a los requerimientos espaciales y temporales de la jecd. Junto con lo anterior también es posible observar un notable incremento en el equipamiento de los establecimientos secundarios, especialmente de recursos, tales como libros, periódicos, revistas, equipos computacionales, acceso a internet, etc.

Los beneficios que supondría la aplicación de este proyecto modernizador, que alcanzarían a un total de 2 millones 300 mil estudiantes, también aparecen claramente explicitados en el mensaje presidencial. Por una parte permitiría la ampliación del tiempo para las actividades docentes; facilitaría la aplicación del programa de objetivos fundamentales y contenidos mínimos; se dispondría de tiempo para alternar el trabajo en aula con los recreos y las actividades complementarias; se asegurarían actividades de apoyo reguladas; se contaría con infraestructura suficiente; se fortalecería la identificación de los estudiantes y sus familias con el establecimiento; se aumentaría el tiempo de permanencia de los estudiantes en la escuela para disminuir el impacto del medio hostil; y se generarían mejores condiciones de trabajo para un docencia de mejor calidad.

Uno de los aspectos más interesantes contenidos en este Proyecto, tiene que ver con la valoración que hace de la participación social como instrumento de cambio. Efectivamente, en el mensaje presidencial se puede observar que las autoridades de gobierno invitan al conjunto de la comunidad escolar —sostenedores, directores, docentes, apoderados y alumnos— a participar en los procesos de discusión referidos a la organización interna y a aquellos que corresponden a la definición de las prioridades pedagógicas de sus respectivos establecimientos (Congreso Nacional, 1998:21). Este aspecto es, precisamente, el que menos desarrollo ha experimentado. Las unidades educativas, encerradas sobre sí mismas, se resisten a implementar procesos de intercambio con la comunidad. Por el contrario, tienden a conceptualizar su entorno social, y particularmente a los núcleos familiares de origen de sus estudiantes, como focos de conflicto que amenazan el funcionamiento interno de los liceos.

La Ley respectiva, publicada en el Diario Oficial el 17 de noviembre de 1997, con el número 19.532, establece que, a partir del año 2002 —inicialmente la fecha tope de aplicación de la ley—, en todos los establecimientos educacionales se debe efectuar un mínimo de 38 horas semanales de trabajo escolar para la enseñanza general básica y 42 horas para la enseñanza media; en ambos casos se trata de horas pedagógicas de 45 minutos (mineduc, 1997:5-7).[9]

Los contenidos pedagógicos específicos quedaban entregados a la definición que cada unidad educativa hiciera de ellos. El Ministerio de Educación sólo aportaba el marco general, a través de la explicitación de los Objetivos Fundamentales (of) y Contenidos Mínimos (cm) obligatorios de la educación media (mineduc, 1998d).[10] Los documentos relativos a estos cambios dan cuenta de nuevas opciones de proceso —históricas— y de nuevas opciones antropológicas.[11] Parte importante de la justificación de estos proyectos se encuentra en la constatación de la necesidad de actualizar, reorientar y enriquecer el currículum, de acuerdo con los cambios acelerados tanto en el conocimiento como en la misma sociedad moderna. Se trata, por lo tanto, de ofrecer a los alumnos secundarios conocimientos, habilidades y actitudes relevantes para su vida, en cuanto personas, ciudadanos y trabajadores y, de esta manera, contribuir al desarrollo económico, social y político del país. En este escenario, el aprendizaje debe lograrse con nuevas formas de trabajo pedagógico, que privilegien las actividad de los alumnos, sus características, sus conocimientos y experiencias previas. De esta manera se pasa de una metodología más bien estática del aprendizaje, que privilegia el conocimiento existente, a una metodología dinámica, que apunta a los procesos de generación de conocimiento.

Los contenidos de la reflexión involucrada en la jecd también se constituyen en importantes elementos de cambio al interior del sistema educativo. Simultáneamente dichos contenidos obligan a los establecimientos y a sus docentes a introducir cambios en las metodologías con las cuales llevaban a cabo tradicionalmente los procesos pedagógicos. De esta manera el Proyecto Pedagógico exige incorporar elementos que permitan la construcción de aprendizajes significativos para los educandos, que faciliten la implementación de metodologías diversificadas, que utilicen los recursos del contexto cultural, social y natural, que facilite un clima de cooperación entre iguales, que apoye las tareas de investigación y exploración y que optimice el uso de los recursos destinados al aprendizaje. Lo anterior adquiere especial relevancia si consideramos que un aspecto central de la Reforma es el considerar las necesidades provenientes de los alumnos, identificar sus demandas y promover su participación (mineduc, 1998c:7ss).[12]

4. Sentidos de la educación, equidad social

y deserción escolar

Un primer aspecto de orden conceptual a considerar es el referido a la acepción de deserción escolar y la funcionalidad de dicho concepto en el marco del análisis. Desde nuestra perspectiva el concepto de deserción —tomado del lenguaje militar— establece una relación directa con el acto voluntario de dejar un determinado lugar, institución o situación. Pues bien, en el caso específico de la denominada deserción escolar nos parece estar en presencia de una situación muy diferente a la conceptualización original. Las características del proceso escolar que hemos podido conocer a través de una serie de investigaciones llevadas a cabo por cidpa, nos permiten establecer que estamos más bien en presencia de actos de retiro escolar —transitorios o prolongados en el tiempo—, provocados por situaciones que se desencadenan, mayoritariamente, al interior del sistema escolar.

El punto central de nuestra preocupación se encuentra en la constatación que la expulsión de jóvenes desde la enseñanza secundaria se focaliza, principalmente, en educandos provenientes de los estratos de población menos favorecidos económica y socialmente.[13] Se trata, además, de jóvenes que realizan sus estudios secundarios en el sistema de educación municipalizada, estableciéndose de esta manera una paradoja: la educación pública, llamada a hacerse cargo de la los procesos formativos de los jóvenes pobres del país, está también generando condiciones para provocar la expulsión de un segmento de ellos (cf. Oyarzún, 2001b).[14] Como señala Tijoux y Guzmán, «la escuela, investida de su función social de enseñar para reproducir un orden, elimina de su camino a los que más dificultades sociales tienen, a la vez que más la necesitan para no quedar reducidas al mundo del trabajo y las responsabilidades familiares» (Tijoux y Guzmán, 1998:18).

En este punto nos parece imprescindible dar cuenta del profundo abismo que, en particular en la última década, comienza a abrirse entre conocimiento acumulado y equidad social. Ello al punto que la visión optimista inicial de los organismos multinacionales (unesco) y de los intelectuales, en torno a los efectos democratizadores del conocimiento ampliado, ha sido reemplazada por una más compleja, ya que el uso intensivo del conocimiento produce simultáneamente fenómenos de más igualdad y de más desigualdad, de mayor homogeneidad y mayor diferenciación. Crecimiento económico y aumento de la desigualdad han comenzado a ser concomitantes. Un ejemplo de ello es el aumento del desempleo como consecuencia del desarrollo tecnológico aplicado a los procesos productivos. Estos cambios, especialmente en la organización del trabajo, han devenido en una acentuación de la exclusión social o desafiliación. La exclusión reemplaza la relación de explotación. Pero, a diferencia de la explotación, la exclusión no genera relación, sólo genera divorcio; no es conflicto, sólo ruptura (Tedesco, 2000:11-21).

De esta manera la globalización puede ser definida como el vertiginoso proceso de cambios que afectan las relaciones entre países, lo que se expresa a través de tres dimensiones: económica, caracterizada por la concentración del capital en poderosas corporaciones transnacionales; predominio del capital especulativo sobre el productivo; libre circulación de bienes y servicios; nueva organización del trabajo y de las denominadas industrias de la inteligencia. Cultural, influida por los efectos de la computación, la informática y las comunicaciones. Geopolítica, con un nuevo balance del poder político en la esfera internacional, un debilitamiento de los Estados Nacionales y replanteamiento de la noción de soberanía nacional (Rivero, 1999:18-19).

En este nuevo escenario las desigualdades sociales adquieren una nueva dimensión. Mientras las desigualdades tradicionales —sistema industrial— eran fundamentalmente intercategoriales —es decir de clase—, las nuevas desigualdades son intracategoriales —entre integrados y excluidos. El punto es que estas desigualdades son más graves, porque son percibidas como un fenómeno más personal que socioeconómico y estructural. Surge entonces la ideología de la desigualdad, que se funda en un neodarwinismo social, de acuerdo con el cual, la exclusión es producto de la incapacidad genética de algunos para desarrollar habilidades cognitivas (Tedesco, 2000:25-30).[15]

De esta manera, siguiendo a José Rivero, en sociedades subdesarrolladas, como las latinoamericanas, se produce una doble sensación de vértigo y de parálisis:

[...] el vértigo de los saciados que no tienen tiempo para ordenar toda la información a la que tienen acceso y que gozan de ambientes familiares y de establecimientos educativos que estimulan sus autoaprendizajes; y el desvanecimiento diario de mayorías que tienen como principal objetivo asegurar la comida diaria y que sobreviven en ambientes familiares y escolares fragmentados, sin recursos ni seguridades sobre lo que deben hacer (Rivero, 1999:ii).

No cabe duda, entonces, que el mayor conocimiento acumulado en la vida social no está generando certezas sino que, por el contrario, genera mayor incertidumbre. De tal manera que el aumento de la desigualdad, la polarización social, la exclusión, etc., son el resultado de un sistema institucional que no se hace responsable del destino de las personas. El sistema educacional debe hacerse cargo, en consecuencia, de garantizar una mayor democratización en el acceso al conocimiento y generar condiciones para el desarrollo de las capacidades de producirlo (Tedesco, 2000:50-56). En este escenario los códigos de la modernidad le imponen a la educación tres objetivos: producir recursos humanos para la economía, construir ciudadanos para el ejercicio de la política y desarrollar sujetos autónomos. Ello, evidentemente, a partir de aprendizajes interactivos en los cuales le compete gran protagonismo a los educandos (Hopenhayn y Ottone, 2000:101-104).

Por lo mismo es necesario ser categóricos: no existe vuelta atrás para los procesos formativos. La educación inscrita en el modelo fordista de organización del trabajo y en el marco de las estrategias de movilidad social, colapsó. Se trata por lo tanto de recrear procesos educativos de carácter permanente que habiliten al sujeto para los procesos de cambios vertiginosos que se viven y que los doten de competencias cognitivas necesarias para un desempeño ciudadano activo. En este escenario, la socialización propuesta por la escuela debe hacerse cargo, en primer lugar, de los cambios, preparando al individuo para construir adscripciones que cubran diferentes ámbitos —local, nacional, internacional, político, religioso, artístico, familiar—. En concreto la escuela debe preparar para el uso consciente, crítico y activo de los aparatos y dispositivos que acumulan la información y el conocimiento (Tedesco, 2000:58-69). Pero la escuela también debe considerar las nuevas características del sujeto social, en consecuencia, debe abandonar el concepto de igualdad sistémica, que supone que todos pueden y deben aprender lo mismo, para asumir las realidades socioculturales —diversidad— en que se insertan los sujetos y desplegar estrategias de pertinencia. Sin perder la vocación igualitaria —valores— es necesario que la escuela atienda a la diferencias para lograr mayor equidad. En concreto se trata de reducir las desigualdades a través de la cobertura universal y de realizar adaptaciones programáticas a los grupos específicos (Hopenhayn y Ottone, 2000:113-118).

Es por ello que los énfasis de la política educacional sobre el conocimiento y el aprendizaje se sitúan en el ámbito de la actualización del curriculum a los avances observados en las disciplinas del conocimiento y a los cambios de la vida social, incorporando, además, nuevos ámbitos de saber y nuevas habilidades, estrechamente relacionadas con la tecnología y la informática. De tal forma que la experiencia formativa adquiera el rango de polimodal: es decir, debe ser relevante para la formación de la persona y del ciudadano, para la prosecución de estudios superiores y para el desempeño de actividades laborales. En este nuevo contexto el aprendizaje debe lograrse en una nueva forma de trabajo pedagógico, que tenga como centro la actividad de los alumnos, sus características, sus conocimientos y experiencias previas. A través de la indagación y la creación, individual y colectiva, se debe acceder al aprendizaje de competencias de orden superior, como el análisis, interpretación y síntesis, resolver problemas, comprensión sistémica de procesos y fenómenos, comunicación de ideas, opiniones y sentimientos (mineduc, 1998b:3-5).

Estas orientaciones se relacionan directamente con una de las tensiones más relevantes del actual debate pedagógico: razón/subjetivi-dad. El problema central del actual proyecto de modernidad es la incertidumbre del futuro, en consecuencia la pregunta que se nos plantea es ¿para qué o sobre qué formar? La respuesta sería, de acuerdo con Hopenhayn y Ottone, formar para la libertad, para la comunicación intercultural y hacia la gestión democrática de la sociedad y sus cambios. En consecuencia se trata de recrear un espacio formativo —la escuela/liceo—, que tenga como centro articulador la comunicación, fenómeno que evidentemente altera la disciplina y el conocimiento enciclopédico (Hopenhayn y Ottone, 2000:119-25).

Para las proyecciones del análisis propuesto, cabe destacar que el sistema municipalizado de educación pierde progresivamente matrícula con el paso de los años. Si bien recibe una gran cantidad de alumnos, pues es un sistema de matricula no restrictivo, su problema fundamental se ubica en la retención de esos alumnos.[16] Dos antecedentes a tener en cuenta: algunos liceos declaran en sus evaluaciones de fin de año que el retiro llega a alcanzar durante el año el equivalente a tres cursos; también se declara que en algunos establecimientos hay menos primeros años medios que años atrás (cf. Oyarzún et al., 2001b).

Al respecto cabe consignar que las estadísticas referidas a deserción escolar señalan —de manera muy aproximada y parcial—, que ésta se sitúa en el rango de 8% a nivel nacional (mineduc:2001). Esta cifra, sus contenidos y sus fuentes, son actualmente objeto de dura polémica en los organismos oficiales de educación, por cuanto se proyectan a partir de referencias que no poseen un patrón común de seguimiento —fichas escolares— o porque el levantamiento de los datos se realiza a partir de los dichos de adultos encuestados —casen—. Además, habría que señalar que el software —Registro de los estudiantes de Chile— que se encuentra levantando el mineduc sobre situación escolar de los estudiantes en Chile, tan sólo permite establecer el paradero escolar de los educandos, pero no las causales que eventualmente llevaron a algunos de ellos a abandonar el sistema. De la misma manera nos parece importante señalar que, si bien el mineduc se encuentra ejecutando actualmente un programa orientado a la prevención de la deserción escolar —Programa Liceo para Todos—, éste presenta serias insuficiencias en sus soportes investigativos referidos a diagnóstico (cf. mineduc, 2000a y 2000b).

Sobre este punto es necesario volver a enfatizar que la deserción de los jóvenes de la educación media es un fenómeno no suficientemente estudiado ni comprendido en Chile y que, sin embargo, posee enorme interés desde el punto de vista de la equidad social y educativa. Paradojalmente la Reforma Educacional chilena no se planteó, inicialmente, como un objetivo directo la disminución de los índices de abandono escolar de los jóvenes. Sin embargo, los estudios muestran persistentemente la enorme importancia de completar el nivel educativo secundario en cuanto a la distribución de las oportunidades laborales y educacionales posteriores, que se abren o cierran a los jóvenes (unicef, 2000:9).

Si bien es cierto el índice de cobertura de nuestra educación media —de un 90% para el año 2000— nos permite reconocer los significativos avances de este subsistema durante las últimas tres décadas, no es menos efectivo que la deserción escolar —8.2% para el mismo año— continúa siendo un aspecto preocupante (mineduc-mideplan, 2001 y mineduc, 2001).[17] Hoy día en Chile, quien no alcanza al menos 12 años de escolaridad y adquiere la condición de egresado de la educación media, tiene muy pocas oportunidades de insertarse en el mercado laboral en empleos de calidad, que le permitan mantenerse fuera de la situación de pobreza. A su vez los desertores tienen mayores probabilidades de entrar en dinámicas excluyentes y socialmente desintegradoras. Finalmente los desertores también empobrecen el capital cultural que luego transmiten a sus hijos, reproduciendo intergeneracionalmente la desigualdad educativa (unicef, 2000:10).

Es por ello que consideramos que develar los factores que explican la deserción escolar debiera ser uno de los objetivos fundamentales de la investigación educacional, ello no sólo desde la perspectiva de contribuir a incrementar los niveles de retención del sistema, sino que, fundamentalmente, para mejorar la calidad y equidad de los procesos educativos. Esta demanda se hace particularmente relevante a tiempos actuales, si consideramos que las innovaciones curriculares y metodológicas propuestas por la Reforma Educacional han tenido un importante grado de avance desde el punto de vista de su definición pero, paradojalmente, continúan enfrentando una serie de obstáculos y resistencias en su aplicación (Oyarzún et al., 2001a:191-223).[18]

5. Sistema de educación secundaria

y deserción escolar

Los principales enfoques referidos a deserción escolar pueden ser agrupados en dos perspectivas. Por una parte aquellos que la consideran como un problema que refiere como causal fundamental la situación socioeconómica y en consecuencia psicosocial de los educandos —condiciones de pobreza y marginalidad, adscripción laboral temprana, adicciones y consumos, anomia familiar, etc.—, y por otra parte, aquella que hace referencia a las situaciones intrasistema que conflictúan la permanencia de los jóvenes al interior del liceo —rendimiento, disciplinamiento, convivencia, etc.—. Lo que aparece en juego, en ambos planteamientos, es el nivel de responsabilidad que le cabe a los establecimientos educacionales en las situaciones de deserción de sus beneficiarios. De esta manera si las causales se sitúan al exterior del liceo corresponde, en consecuencia, acentuar las coberturas sociales que generan condiciones para retener a los jóvenes; por el contrario si dichas causales se encuentran al interior de las unidades educativas se hace necesario precisar las orientaciones y los sentidos del sistema educacional.

Uno de los argumentos más recurrentes para explicar la deserción escolar es el que relaciona este fenómeno con la adscripción temprana de los jóvenes al mundo del trabajo. Tanto los agentes institucionales del sistema —especialmente los docentes—, como una de las líneas de investigación en deserción, tienden a relevar este aspecto como la causal más importante de deserción escolar.[19] De acuerdo con los estudios del cep en esta materia, las regulaciones en el mercado laboral —como el salario mínimo— estimulan la deserción escolar e incrementan los indicadores de desempleo (Beyer, 1998:5-9). En este enfoque, la existencia del salario mínimo se convierte en un importante atractivo para aquellos jóvenes pobres que requieren de manera urgente una fuente de trabajo, pero en la misma medida su bajo nivel de escolaridad no les permite insertarse adecuadamente en el mercado laboral. La escolaridad, en esta argumentación, se convierte en un aspecto clave en la determinación de los ingresos salariales. Al respecto Harald Beyer sostiene que, la desigualdad de los ingresos en Chile y América Latina no deviene de la concentración de los activos —capitales—, sino que de las diferencias salariales; y éstos, a su vez, se relacionan con el nivel de educación alcanzado por las personas. De tal manera que aquellos que cursan la educación superior tienen la posibilidad de ver aumentados significativamente sus ingresos, mientras que los años adicionales en educación básica o media tienen efectos relativamente marginales en los ingresos (Beyer, 2000:98-110).

En una línea argumentativa similar, Tijoux y Guzmán, expresan categóricamente que los niños y jóvenes que trabajan consolidan el circuito de la pobreza. Ello por cuanto las demandas de empleo que surgen en las familias más pobres los obligan a abandonar o postergar sus estudios. En consecuencia los empleos a los cuales se pueden incorporar con una escolaridad baja son aquellos de menor remuneración. Esta situación estaría hipotecando los proyectos de vida y el desarrollo personal de los jóvenes (Tijoux y Guzmán, 1998).[20]

Pero este enfoque adolece de varios problemas. Por una parte, no hace una lectura correcta de la magnitud ni de las implicancias de la problemática en cuestión. De acuerdo con los resultados de la última encuesta casen, los jóvenes en edad escolar que se encuentran fuera del sistema educacional secundario llegan a 106 mil casos. De ellos, poco más de 80 mil pertenecen a los quintiles socioeconómicos I y II. Ahora bien, si consideramos que un 14% de la muestra total de jóvenes que declaran estar fuera del sistema escolar, argumenta que ello se debe a que «se encuentran trabajando o buscando trabajo», tenemos como resultado que sólo 11 mil jóvenes de estratos socioeconómicos pobres se ven directamente involucrados en esta problemática (mineduc-mideplan, 2001).

Otro aspecto que vale la pena considerar se relaciona con los cambios operados en estos indicadores entre 1998 y el 2000. Un primer elemento a destacar es que, efectivamente, la cantidad de jóvenes en edad escolar que no se encuentran estudiando disminuyó de 140 mil (1998) a 106 mil (2000). Pero, paradojalmente el porcentaje de jóvenes que no estudian y que pertenecen a los quintiles I y II se vio incrementado de un 72.7% en 1998 a un 76.1% en el 2000. Es decir, disminuye el número absoluto de jóvenes que no se encuentran en el sistema secundario de educación, pero se incrementa la participación de los jóvenes pobres en el porcentaje de aquellos que no estudian. Pero es más, entre ambas muestras, el porcentaje de jóvenes que declara que no se encuentran estudiando debido a que «está trabajando o buscando trabajo», disminuye de un 21.5% en 1998 a un 14.0% en el 2000 (cf. mineduc-mideplan, 2001 y mideplan, 1999).

En síntesis, se trata de indicadores bastante marginales, que no se condicen ni con la relevancia que se les asigna en los estudios antes aludidos, ni con los esfuerzos y recursos que se despliegan desde el Ministerio de Educación en torno a dicho problema.

Por otra parte, es evidente que el sistema educacional no se hace cargo de las potencialidades educativas involucradas en la relación de los jóvenes con el mundo del trabajo, sólo lo releva como un problema que dificulta el logro de los aprendizajes. No se llega a comprender que el trabajo juvenil forma parte de las estrategias de subsistencia que llevan a cabo los sectores populares[21] —por lo tanto es imposible erradicarlo por decreto— y que, en cuanto entorno cultural cotidiano, es susceptible de ser incorporado en los planes de estudio de los establecimientos educacionales. En nuestra perspectiva, el trabajo remunerado es una fuente riquísima para los aprendizajes sociales y escolares de los jóvenes y es, además, un factor importante de fortalecimiento de la autoestima (Cerri, 1989:200-218). Por otro lado es necesario considerar que el trabajo juega un rol relevante en la construcción de identidad social, particularmente en los procesos transicionales al mundo adulto. El trabajo inicial se convierte, en este contexto, en un ceremonial identitario, que impacta en la integración laboral y social a futuro. Incluso más, en contextos culturales como el nuestro, en el cual los jóvenes son objeto permanente de estigmatización —especialmente por parte de los medios de comunicación social—, el sólo hecho de trabajar sistemáticamente deviene en un distanciamiento respecto de las identidades socialmente rechazadas, permitiéndole al joven ubicarse en una posición legitimada. De esta manera los jóvenes trabajadores se perciben valorados, tanto por aquellos que requieren su trabajo, como por los otros significativos que lo observan (Maturana y Easton, 2000:142-168).

De igual modo es necesario hacerse cargo de que la credencial educacional —licencia de enseñanza media— no garantiza, en estricto rigor, conocimientos, destrezas o habilidades significativas para la incorporación al mundo del trabajo y que, además, la misma credencial se encuentra severamente devaluada entre algunos jóvenes.[22] En consecuencia la valoración de la enseñanza media entre los sectores populares, si bien aparece asociada a mejores expectativas de empleo, lo hace sobre una base estrictamente funcional (Cariola, 1989:223).

También se encuentra fuertemente instalada en el discurso de los actores institucionales del sistema escolar la percepción que la familia no apoya el trabajo formativo desplegado por el liceo, especialmente en el ámbito del disciplinamiento, facilitando con ello el desarrollo de conductas transgresoras y la negligencia escolar de los jóvenes (Oyarzún et al., 2001a:111; Oyarzún et al., 1999:38).[23] De esta manera, la falta de supervisión de la familia respecto de las tareas escolares de los jóvenes o de sus consumos o del uso del tiempo libre, se convertirían en factores importantes del fracaso escolar. En no pocos casos se afirma —por lo demás sin mayores antecedentes que la mera intuición—, que las unidades familiares de los jóvenes más pobres poseen una constitución anómala —especialmente al identificar los hogares monoparentales con jefatura femenina—, la que se asocia de manera directa con situaciones de desamparo, violencia, promiscuidad, etc.[24]

Una óptica analítica similar a la de los docentes sostiene Magendzo, cuando caracteriza a la familia popular chilena como extensa, incompleta, no construida necesariamente vía matrimonio legal, formando un sistema estratificado y autoritario, y con frecuentes allegamientos consanguíneos y no consanguíneos. A partir de este diagnóstico —construido por lo demás, en base a una muestra bastante restringida—, se concluye que la construcción patológica de las familias de los desertores se convierte en un antecedente fundamental para explicarse la salida de los jóvenes del sistema. En estas familias los jóvenes no logran tomar nuevas fuerzas para seguir su vida (Magendzo, 1995:18-19 y 84-85). A partir de este diagnóstico se concluye en la necesidad que los pedagogos se hagan cargo de la importancia que tiene el fenómeno del soporte social en el drama de la deserción y buscar maneras de apoyar a la familia y la comunidad para que pase a constituirse en soporte para los jóvenes que están pensando abandonar el sistema escolar (Magendzo, 1995; y Magendzo y Toledo, 1990).

Pero este enfoque, al igual que el anterior, adolece de una serie de insuficiencias analíticas. La primera tiene que ver con los cambios operados en la estructura familiar contemporánea y sus implicancias en los procesos de socialización primaria. Al respecto no cabe duda que los cambios operados en la estructura familiar, tanto desde el punto de vista de su composición como de las funciones y roles que juegan sus integrantes —fenómeno del cual no son ajenos los docentes—, incide de manera importante en las adscripciones valóricas y en la forma en cómo esos valores se transmiten. Ello significa que la socialización primaria de los jóvenes se está desarrollando en un entorno cultural distinto a aquel que conocieron las familias de la sociedad industrial y preindustrial (Goicovic, 2000:103-123). Pero, por otro lado, es necesario establecer que la familia ha dejado de ser una institución para pasar a convertirse en una red de relaciones —temporales—, que en lugar de ser responsable de transmitir el patrimonio económico y moral de una generación a otra, tiende a privilegiar la construcción de la identidad personal (cf. Tedesco, 2000:40-44; Goicovic, 1999:61-88). En este proceso, la ampliación de las libertades personales de los sujetos —especialmente de los jóvenes— no ha devenido, necesariamente, en una desvinculación afectiva; como lo demuestran los resultados de una serie de estudios al respecto (Secada, 2001; Oyarzún et al., 2001a; inj, 2000). Más bien el ámbito de las responsabilidades específicas se ha precisado de manera más rigurosa, con lo cual la relación formativa se ha convertido en una dinámica de dos: el liceo y el joven.

Por último, es posible observar una línea de análisis, de carácter más global, que tiende a relevar los problemas focales de consumo de alcohol y drogas, las situaciones de violencia o los casos de embarazo adolescente como problemas generalizados de la juventud secundaria. Este enfoque, construido por el Instituto Libertad y Desarrollo y por la consultora Paz Ciudadana y difundido ampliamente por los medios de comunicación, se ha encarnado en algunos programas oficiales de la política pública que han instalado ingentes recursos en los establecimientos educacionales a objeto de intervenir sobre dichas problemáticas (Camhi, 1999).[25] Se parte del supuesto errado de que la juventud constituye un problema, frente al cual es necesario desplegar mediadas preventivas —programas conace— o coactivas —disminución de la edad para la imputabilidad penal—. Este enfoque, que no sólo es el más equivocado de todos, sino que también el más peligroso, no logra visualizar que los jóvenes afectados gravemente por situaciones de anomia social hace mucho tiempo que ya no están en los establecimientos educacionales y que quienes sí permanecen en ellos, mayoritariamente, no se encuentran en condición de riesgo. Se trata de jóvenes normales, estigmatizados exclusivamente por su condición de pobres (Oyarzún, 2001a:55). Pero externalizar las responsabilidades del fracaso escolar en el recurso cómodo de la anomia juvenil es más fácil que hacerse cargo de las insuficiencias de los procesos formativos. De ahí que este discurso, el menos sustentable empíricamente, sea el que cobre más fuerza al interior de los establecimientos educacionales a la hora de intentar explicarse las causales de la deserción escolar.

Por el contrario, los estudios más recientes ponen de manifiesto una serie de problemas e inadecuaciones al interior del sistema escolar, que precipitan situaciones de fracaso y que, en la misma medida, acentúan las tendencias al retiro y a la deserción.

En algunos casos el fracaso escolar puede ser entendido como resistencia a los códigos socializadores que entrega la escuela y el liceo. Efectivamente, si entendemos la escuela como un instrumento de control social, orientado a producir individuos adecuados a las expectativas de comportamientos y valores que caracterizan el sistema social, que sean dóciles y respetuosos de valores inmutables como la patria, el orden y la sociedad, tenemos que el fracaso escolar se convierte en una respuesta distinta a las necesidades de sumisión y sujeción a las normas. De esta manera la escuela se expresa ante los jóvenes a partir de códigos socializadores de lo esperable, los cuales son —voluntaria o involuntariamente— resistidos (Sapiains y Zuleta, 2000 y Herrera, 1999). Esta actitud, regularmente entendida por el sistema educacional como apatía frente al estudio, expresa la inexistencia de una política educacional —al interior de los establecimientos de formación— que asuma el capital cultural de sus jóvenes. La escuela y sus agentes niegan validez al capital cultural con el cual arriban los jóvenes a la escuela y, definiendo lo que es legítimo aprender, intenta disciplinar socialmente a los educandos. El fracaso escolar, en consecuencia, se manifiesta como resistencia frente a la violencia simbólica desplegada por el sistema (Herrera, 1999:182-184).

En este plano es posible entender la difusión y profundidad alcanzada, al interior de los establecimientos educacionales, por el discurso moralizador. Esto implica que los docentes, al negar todo potencial formador a la cultura y al quehacer juvenil de los estratos más pobres de la población, asumen que su rol más específico es preparar a los jóvenes para un escenario adverso en el cual tendrán que desenvolverse —preferentemente— de manera disciplinada. El disciplinamiento social, en consecuencia se convierte en el eje orientador de los procesos formativos de los establecimientos secundarios municipalizados (Cariola, 1989:226-229). En función de ello, se ridiculiza el error, no se presta atención a las dudas o requerimientos de los alumnos y se formulan preguntas que sólo permiten respuestas cerradas. Cabe constatar al respecto, que pese a las orientaciones devenidas de la reforma curricular, el trabajo docente continúa siendo un trabajo aislado, que no se encuentra sujeto a observación y mucho menos a evaluación.[26] En consecuencia no hay crítica ni autocrítica a su trabajo (Filp, 1995:103-106; Cerda, Donoso y Guzmán, 1996).

No es sorprendente, por lo tanto, que la relación profesor/alumno aparezca tensionada por una doble contradicción: por una parte los profesores sostienen que sus alumnos están desmotivados mientras, por otro lado, los jóvenes manifiestan que las clases los aburren. El problema central en este punto es que no existe diálogo entre profesor/alumno, de tal forma que se aprende sólo lo necesario para aprobar (Cariola, 1989:240-242). Se hace evidente que los establecimientos educacionales no logran dar ni adquieren sentido para los jóvenes. El liceo se reduce a obligaciones e instrucciones que los jóvenes viven en forma pasiva —aburrimiento— y en las cuales, además, sus intereses, preocupaciones y problemas no tienen cabida (Salinas y Franssen, 1997:45-48).

De esta manera un eje clave para entender e intervenir en las situaciones de fracaso y deserción escolar son los docentes. Una primera forma de aproximación a esta problemática pasa por deconstruir los supuestos con los cuales opera la política de educación respecto de los docentes. Ésta supone instalados en los profesores una serie de atributos que al parecer no son tan claros: idoneidad profesional para adoptar decisiones relativas al planeamiento y organización de su trabajo, reconocimiento de la voluntad de participación del profesor, reconocimiento de la disposición y motivaciones que hagan posible una participación crítica, creadora, comprometida, participativa y autocorrectiva (Castro Silva, 1992:34). Estos supuestos no se hacen cargo de las debilidades formativas que presenta el ejercicio de la docencia, ni de los altos niveles de desmotivación que es posible observar en su desempeño laboral; mucho menos asume que los docentes se muestran desconcertados frente al nuevo escenario social que ha devenido de la universalización de la enseñanza secundaria.

Al respecto cabe mencionar que los documentos regionales preparados como base para las discusiones de la 45º Sesión de la Conferencia Interamericana de Educación coinciden en señalar que la enseñanza es una actividad poco atrayente desde el punto de vista social. Los factores que explican este fenómeno son diversos. El primero de ellos, sin duda alguna, es el deterioro salarial sufrido por los docentes en las últimas décadas, lo cual contribuye a disuadir a los mejores candidatos a entrar en la docencia o a permanecer en ella (cf. Le Foulon, 2000 y Tedesco, 1998). Pero, además, es posible constatar que se ha profundizado la brecha entre la formación recibida y las exigencias de un desempeño eficaz e innovador. Los programas de formación docente inicial suelen estar muy alejados de los problemas reales que un educador debe resolver en su trabajo, particularmente de los problemas que plantea el desempeño con alumnos socialmente desfavorecidos. Las modalidades pedagógicas utilizadas en la formación inicial de los docentes tampoco suelen aplicar los principios que se supone que el docente debe utilizar en su trabajo; se otorga más importancia a las modalidades puramente académicas de formación que a la observación y a las prácticas innovadoras; se otorga prioridad a la formación individual y no al trabajo en equipo, a los aspectos puramente cognitivos y no a los aspectos afectivos (Tedesco, 1998).

Pero esta lógica relacional, fundada en la instalación de códigos disciplinadores que tienden a ser resistidos —de diferentes formas— por los jóvenes, no es exclusiva de la relación profesor/alumno. Los autoritarismos, las dependencias y las subordinaciones forman parte de la concepción y de la praxis cotidiana del sistema educacional y de sus entornos sociales. El problema más grave devenido de esta relación es que, como secuela del encastramiento relacional, se producen trabas y dificultades en el proceso de desarrollo personal-social —autorrealización—, agravadas por el hecho de que tales relaciones asimétricas rigen en el nivel macrosocial —patrón/empleado, hombre/mujer, adulto/joven— y sociopolítico —cúpulas dirigentes, no participación ciudadana, manipulación informativa— (Rubilar, 1997).

Por otra parte el sistema de evaluación aplicado en la enseñanza secundaria opera en base a modelos que no facilitan los aprendizajes, sino que, por el contrario, se convierte en un sistema de sanción que tensiona a los jóvenes. Efectivamente, las prácticas cotidianas del sistema educacional permiten mantener al grueso de los estudiantes en una situación de tensión con las calificaciones; la mayoría, los del montón, se mueven en una escala de calificación entre el 4 y el 5, lo que genera cotidianamente situaciones de incertidumbre respecto de su aprobación; mientras que los flojos crónicos son los incapaces, y respecto de ellos se despliegan las medidas punitivas (Cariola, 1989:234). En este contexto la interacción profesor/alumno, fundada en el disciplinamiento y en la ejecución de planes y programas plantean contenidos caducos y abstractos alejados de la realidad de los jóvenes, tiende a devenir en repitencia y, la misma, se convierte en estímulo para la deserción (Cariola y Cerri, 1990:9-10).

No es extraño, por lo tanto, que frente a resultados deficitarios de sus alumnos, los docentes, en general, tiendan a externalizar sus propias responsabilidades. Para ello construyen, como señala Johana Filp, un mapa escolar que les permite explicarse las causas del fracaso de sus alumnos. En dicho mapa las causales más recurrentes son: la condición socioeconómica pauperizada de sus alumnos, la cual les impide tener un buen rendimiento; la falta de interés y apoyo por parte de sus familias; y cierta incapacidad cognoscitiva en sus alumnos (Filp, 1995:100-103). Sus propias responsabilidades en el proceso rara vez son mencionadas. La paradoja es que cuando se trata de pronunciarse respecto de las causales del éxito escolar, el rol docente surge como la variable más relevante (cide, 2001:32-35).

De la misma manera que el ejercicio de la docencia se revela como un aspecto clave en la explicación de las inadecuaciones de los procesos formativos, la institucionalidad escolar —sus contenidos, sus diseños curriculares, su estructura normativa—, emerge como base de sustentación de las inequidades y contradicciones del sistema. En este sentido la tendencia de la escuela a homogeneizar a los sujetos conspira contra la plena integración de los intereses y demandas de los jóvenes. Efectivamente, al uniformizar a los jóvenes, la escuela desplaza las particularidades individuales, cerrándose frente a sus cargas exteriores. Se produce, así, un desfase entre los jóvenes y el modelo pedagógico (Salinas y Franssen, 1997:28-33).

En este plano, la condición de pobreza de los jóvenes que acceden a la educación municipalizada se convierte en factor de negación de sus potencialidades culturales. Como señala Lutte (1991:174), los estudiantes de las clases populares, cuya cultura difiere de la cultura escolar, deben realizar esfuerzos considerables para asimilarla sometiéndose a una especie de reeducación. En este proceso la escuela humilla a menudo a los estudiantes de las clases desfavorecidas. Pero, además, los fracasos escolares, las notas bajas, los juicios de los profesores los convencen de que son incapaces de estudiar y de que deben contentarse con un trabajo modesto adaptado a sus capacidades.

No nos debe extrañar, entonces, que para muchos niños y jóvenes de las clases populares la calle se convierta en el ámbito de sociabilización entre pares en el cual acceden a los más altos grados de satisfacción; mientras que la escuela y el liceo se manifiestan como las primeras experiencias de fracaso social (Redondo, Cancino y Cornejo, 1998; y Redondo, 1997).

Sobre la base de estos criterios u orientaciones generales los establecimientos educacionales se erigen como ámbitos cerrados. Es decir, se articulan en torno a criterios institucionales y a orientaciones pedagógicas que se reiteran a través del tiempo, permaneciendo prácticamente inconmovibles a los cambios que operan en su entorno. Esta contradicción queda de manifiesto al momento en que los participantes del sistema escolar secundario se ven demandados para demostrar habilidades que, en teoría, debieron desarrollar en sus respectivos establecimientos. Pero las inadecuaciones entre los requerimientos formales planteados por el mundo moderno y los contenidos y prácticas pedagógicas quedan brutalmente expuestos al ser convocados para responder instrumentos de medición internacionales. Al respecto, los estudios de Beyer y Eyzaguirre, sobre los resultados del Tercer Estudio Internacional en Matemáticas y Ciencias —timss, 1999— nos indican que, tanto en matemáticas como en ciencias Chile ocupa el lugar 35 sobre 38 participantes, con puntajes promedio de 392 (487) y 420 (488), respectivamente. De la misma manera la Encuesta Internacional del Nivel Lector Adulto, aplicada por la oecd —Organización para el Desarrollo y Cooperación Económico— en nuestro país, permitió establecer que más de un 80% de los chilenos entre 16 y 65 años no tiene el nivel de lectura mínimo para funcionar en el mundo de hoy. Lo sorprendente es que Chile reúne las condiciones materiales —pnb, condición socioeconómica de hogares medios y altos, cantidad de horas aula, etc.—, para acceder a mejores rendimientos internacionales. El problema radica en que las horas de clases y los recursos escolares no se están empleando adecuadamente (Beyer, 2001:5-33; Eyzaguirre, 1999a:201-254; Eyzaguirre, Le Foulon y Hinzpeter, 2000:1-10).

Revertir el proceso de deserción escolar involucra hacerse cargo, en primer lugar, de los intereses, demandas y formas de intervención social de los jóvenes populares. Se trata, en síntesis, de integrar efectivamente la cultura juvenil al interior de la cultura escolar. Ello involucra, entre otras cosas, desplegar procesos de enseñanza/aprendi-zaje más pertinentes a las realidades y a los intereses de los jóvenes, pero también involucra ampliar los espacios y mecanismos de participación institucional de los mismos. Es innegable que los proyectos de futuro de los jóvenes expresan un afán de participación, de reconocimiento social, de integración. Los jóvenes quieren ser reconocidos por su contribución, sus méritos y sus talentos. En este proceso la institución escolar continúa teniendo altos niveles de legitimidad, los cuales deben ser aprovechados para potenciar nuevos procesos formativos (Salinas y Franssen, 1997:142).

Relevar la íntima vinculación entre los jóvenes y sus entornos culturales, como lugares privilegiados para el desarrollo de estrategias formativas se convierte en un desafío fundamental de la Reforma Educacional (cf. Tedesco, 1995:28-30). Se trata de establecer una noción diferente del conocimiento, relacionada con el uso de herramientas intelectuales para modificar los materiales que sirven para aprender y para actuar en la realidad local. La preocupación será no sólo reproducir los contenidos de la cultura, sino que también crear nuevos artefactos materiales y simbólicos que ayuden a la expansión del conocimiento disponible de los estudiantes de los sectores más vulnerables (mineduc, 2000a:3-17). Las comunidades locales y los entornos sociales en los cuales se desenvuelven los jóvenes favorecen la construcción de identidad. De hecho, son los ámbitos específicos en los que se desarrolla una historia y una práctica común, las cuales dan origen a un saber popular. En consecuencia el espacio local se convierte en un ámbito privilegiado para el desarrollo de aprendizajes significativos. Es en la comunidad donde el colectivo social adquiere el empowerment —capacidad para adquirir poder— que le permite cambiar sus condiciones de vida. Estos aspectos son precisamente los que mayor influencia tienen en los procesos de formación social de los sujetos de la comunidad y se convierten, por ende, en contenidos necesarios al proceso educativo formal (cf. Hopenhayn, 2001:118-119; Redondo, Cancino y Cornejo, 1998:38; Rubilar, 1997; y Vaccaro, 1995:206-208).

Pero los problemas asociados a deserción escolar exigen también de profundas readecuaciones en la institucionalidad escolar; particularmente en la definición del rol docente. En octubre de 1996 tuvo lugar la 45º Sesión de la Conferencia Internacional de Educación. El tema discutido por los ministros y los representantes de organizaciones no gubernamentales e intergubernamentales que participaron de la conferencia, fue el rol de los docentes en un mundo en proceso de cambio. Como resultado final de las discusiones fue aprobado un nuevo instrumento de consenso internacional, que permite orientar las acciones de los actores interesados en el fortalecimiento del papel de los docentes en los procesos de transformación social y educativa. Dicho instrumento contiene dos partes diferentes: una Declaración, que expresa la voluntad política de los ministros de educación para diseñar y ejecutar estrategias eficaces de acción, y un conjunto de nueve recomendaciones, que refleja las orientaciones y problemas que dichas estrategias deberían enfrentar. El texto de ambas partes se basa en dos principios fundamentales: el primero de ellos consiste en sostener que, hoy más que nunca, las reformas educativas deben llegar a la escuela y a la sala de clase y que, en consecuencia, el docente es el actor clave del proceso de transformación educacional. El segundo principio, se refiere a la necesidad de diseñar políticas integrales para los docentes, que superen los enfoques parciales basados en la idea que es posible cambiar la situación modificando un solo aspecto del problema. Las nueve recomendaciones aprobadas por la Conferencia se refieren a los siguientes puntos: (i) reclutamiento de docentes: atraer a la docencia a los jóvenes más competentes; (ii) formación inicial: mejorar la articulación de la formación inicial con las exigencias de una actividad profesional innovadora; (iii) formación en servicio: derecho pero también obligación de todo el personal educativo; (iv) participación de los docentes y otros agentes en el proceso de transformación de la educación: autonomía y responsabilidad; (v) los docentes y los actores asociados en el proceso educativo: la educación, responsabilidad de todos; (vi) las nuevas tecnologías de la información y la comunicación al servicio del mejoramiento de la calidad de la educación para todos; (vii) la promoción del profesionalismo como estrategia para mejorar la situación y las condiciones de trabajo de los docentes; (viii) solidaridad con los docentes que trabajan en situaciones difíciles; (ix) la cooperación regional e internacional: un instrumento para promover la movilidad y la competencia de los docentes (Tedesco, 1998).

Al respecto Juan Esteban Balderrain y Marcelo Daniel Prati, al estudiar el caso argentino, sostienen que deben ser asumidos tres ejes de transversalidad en la formación educacional: la transversalidad curricular de un contenido, en tanto el mismo se encuentra presente en diversas áreas, ya sea como contenido conceptual, procedimental o actitudinal; la transversalidad institucional, en tanto la responsabilidad de la enseñanza de un contenido no se descarga en un agente aislado, sino que compromete a todos los participantes de la comunidad escolar; la transversalidad social, que hace referencia al hecho de que no son contenidos exclusivos del espacio escolar, sino que se aprenden en la vida cotidiana en la familia, en contacto con los medios de comunicación masiva, en los diferentes grupos en los que se interactúa, en las comunidades religiosas, etc. (Balderrain y Prati, 1998). Al respecto es necesario hacerse cargo de que en las últimas dos décadas el profesorado ha experimentado una drástica devaluación material y simbólica de su saber y de su quehacer lo cual incide de manera importante en la disposición y forma con la cual lleva a cabo su quehacer formativo. Pero también es necesario considerar que los saberes institucionales —planes de estudio— no son otra cosa que la explicitación, seleccionada y clasificada, de una lógica de poder hegemónica, lógica respecto de la cual los profesores han permanecido mayoritariamente ajenos (Cox y Gysling, 1989:118-124). En este sentido el ascenso del capital cultural de la población —verificado desde mediados de la década de 1960—, cuestiona el monopolio del saber que ejercían los docentes. En consecuencia, la demanda específica que debe resolver el proceso de formación de los docentes secundarios es la relación, hoy interrumpida, entre formación disciplinaria y formación profesional (Cox y Gysling, 1989:141-145).

La educación de tiempo presente, concebida como el proceso de aprender a aprender, ya no puede orientarse a la transmisión de conocimientos y de información, sino que a desarrollar la capacidad de producirlos y de utilizarlos. En este escenario le corresponde al profesor el papel de acompañante cognitivo, es decir, el de modelo de una práctica de construcción de conocimiento (Tedesco, 2000:105-108).[27]

En síntesis, una aproximación rigurosa a las problemáticas de la deserción escolar y de la integración social de los jóvenes debe integrar en sus supuestos analíticos, no sólo una variable condicionante —trabajo—, sino que el conjunto de aspectos que rodean el quehacer de las unidades educativas, de manera de construir una imagen global, pero a la vez permenorizada, de uno de los desafíos más relevantes de la actual política educacional: retener en las aulas escolares a la mayor cantidad de jóvenes.

viña del mar, octubre del 2001

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[1] En relación con la cobertura, habría que señalar que los resultados de la encuesta casen (aplicada en noviembre del 2000), demostraron que la cobertura de enseñanza media se incrementó de un 80.3% en 1990 a un 90.0% en el 2000 (mineduc-mideplan, 2001:13). Este dato pone de manifiesto los éxitos alcanzados por la política pública de educación en la administración democrática.

[2] En relación con este punto, la Comisión Nacional para la Modernización de la Educación, señalaba «Todos los alumnos deben poder tener durante sus estudios una experiencia de la vida de trabajo; agrícola, industrial, comercial o de servicios, y [ser capaces de familiarizarse] con las dinámicas del mundo laboral y de los mercados... [Las] actividades de este tipo... deben formar parte del núcleo curricular de la enseñanza postobligatoria» (cnme, 1995:94).

[3] Un dato esclarecedor de esta tendencia en las políticas educativas, es el gasto público en educación media por alumno según modalidad. Mientras que en la modalidad Científico Humanista (ch) el gasto no alcanzó a subir en un punto, en la modalidad Técnico Profesional (tp) subió en 2 puntos y medio. La ch pasó de 7,1 en 1989 a 7,97 en 1993, mientras que la tp pasó de 9,13 en 1989 a 11,61 en 1993 (cnme, 1995:58).

[4] Paralelamente los estudios referidos a esta orientación develaban la inexistencia —a esa fecha— de instancias de coordinación y de sistematización de experiencias y ofertas atingentes a educación y trabajo. Cf. Arnold, 1993.

[5] Es interesante observar, en relación con este punto, cómo uno de los criterios más importantes de los cambios sugeridos por las autoridades de educación, como lo fue el de identidad juvenil ha experimentado reinterpretaciones tan radicales que lo han transformado respecto de su acepción y contenido original. Efectivamente, mientras en documentos tales como el de «Objetivos fundamentales y contenidos mínimos de la enseñanza general básica y de la enseñanza media» (1992) y en el de la Comisión Nacional para la Modernización de la Educación (1995), se releva este tema desde la perspectiva de los saberes juveniles necesarios para la optimización de los procesos formativos, en otros, como el Decreto 220 de mayo de 1998, no aparece contemplado, mientras que en las percepciones registradas en los Proyectos Educativos Institucionales se presenta asociada con la apropiación, por parte del alumno, de los objetivos del liceo —ponerse la camiseta—. De esta manera se reemplaza el concepto de identidad por el de pertenencia, despojando el criterio orientador de su contenido original.

[6] Un análisis evaluativo de la Reforma Educacional, desde la perspectiva de la política pública, en Arellano, 2000. Una visión de síntesis de este trabajo en Arellano, 2001:83-94. Otra perspectiva de análisis en Eyzaguirre, 1999b.

[7] Para un análisis de los procesos de reforma educacional implementados en Europa —y que en algunos casos sirvieron como modelo para las orientaciones de la reforma llevada a cabo en Chile— ver, Pedró y Puig, 1998, especialmente las páginas 205-237, en las cuales se trata el sistema secundario de educación.

[8] Si bien el concepto de cultura juvenil no es nuevo en los estudios sociales (cf. Martín Criado, 1998), sí lo es su acuñación en las políticas de Estado en Chile.

[9] Los fundamentos que explican y justifican la jecd también han sido claramente configurados: mayor tiempo destinado al aprendizaje, consideración especial por la población escolar de mayor riesgo social y educativo, acción que iguala las oportunidades de aprender, disponibilidad de tiempo para la atención diferenciada de los alumnos. Al respecto, mineduc, 1998c:10.

[10] La instancia precursora de los contenidos de esta reforma fue, sin lugar a dudas, la Comisión Nacional para la Modernización de la Educación, la que concordó una serie de principios de carácter ético —libertad, dignidad, sujetos de derechos, etc.—, que sirvieron de base a las nuevas definiciones conceptuales (mineduc, 1998d).

[11] Entre los cambios históricos, no cabe duda que el rol de la escuela como agente cohesionador y homogeneizador de la sociedad, ha cedido espacio a orientaciones más bien productivistas, mientras que en el plano ético los criterios de disciplinamiento formal ceden espacio ante el avance de los derechos y las libertades. Es sintomático constatar que en las nuevas orientaciones antropológicas tenga un papel destacado la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), (cf. Magendzo, 1997:26-29).

[12] Una evaluación reciente de la jecd, realizada por la Universidad Católica de Chile, reveló un alto grado de satisfacción al interior de la comunidad escolar —especialmente entre directivos y sostenedores— con la aplicación de esta orientación programática. Los aspectos que aparecen como logros más destacados son la ejecución de obras de infraestructura, la optimización del trabajo pedagógico y una mayor valoración del establecimiento por parte de la comunidad escolar; mientras que los elementos donde se observa menor nivel de logro son disciplina escolar e integración y participación (Raczynski, 2001:3-4).

[13] Cabe destacar que si bien la cobertura alcanzada por el sistema secundario de educación entre los quintiles I y II llega en promedio al 85% (2000), constituyéndose en un logro notable; las exclusiones respecto del segmento más pobre de la población escolar continúan siendo altos. Al respecto vale la pena consignar que 76.1% de los jóvenes que no asisten al liceo, pertenecen precisamente a estos dos quintiles previamente referidos (mineduc-mideplan, 2001).

[14] En cierta forma la enseñanza media en Chile se ha convertido en el sistema de los pobres. La universalización de la enseñanza básica ha detonado la crisis de la segunda enseñanza, la cual no logra readecuar los sentidos de la educación frente a su nuevo escenario social. De acuerdo con Eduardo Castro, la enseñanza media ya no puede operar con criterio elitarios y discriminatorios, ya que con su 80% de cobertura se ha convertido en la enseñanza de la clase trabajadora (Castro Silva, 1992:22-24). La educación media es el sistema que presenta mayores desfases. Una postura similar sostienen Hopenhayn y Ottone, quienes señalan que la enseñanza media, tanto en su modalidad científico-humanista, orientada a la universidad, como en la técnico-profesional, orientada al ejercicio de un oficio especializado, se vive una situación de crisis. En la primera, porque la masificación le hizo perder su carácter de puente hacia la élite y en la segunda, porque su rentabilidad ocupacional aparece fuertemente cuestionada (Hopenhayn y Ottone, 2000:44-46).

[15] Este fenómeno ha dado origen a un problema social de dimensiones aún no debidamente precisadas en nuestro país, pero que requiere de un diagnóstico urgente: la situación de los jóvenes que no estudian ni trabajan. Al respecto existe un interesante estudio para el caso uruguayo, Abdala, 2001.

[16] Al respecto cabe señalar que la tasa de retención de los establecimientos de enseñanza media del sector municipalizado sólo alcanza a 68,33%, cuando la tasa nacional es de 74,63%, mientras que la de los establecimientos particular subvencionados es de un 82,52% y la de los particulares pagados de un 93,08% (mineduc, 1998a).

[17] Las contradicciones y falta de rigurosidad en la elaboración de las estadísticas sobre deserción escolar, quedan de manifiesto al observar que mientras el Departamento de Comunicaciones del mineduc establece que ella alcanza a un 8,2% en 1999 (mineduc, 2001), el sociólogo Bellei, (2000:75), utilizando como fuente las «Estimaciones de deserción en educación media», construidas por el Departamento de Estudios y Estadísticas del mineduc (1999), la sitúa, también en 1999, en un 6%.

[18] La operativización de este diseño estratégico en Chile es el Programa mece-media, que instala seis orientaciones básicas: calidad, equidad, participación, descentralización, eficiencia, diseño abierto (Castro Silva, 1992:21-22). Todo esto en el marco de las reorientaciones de la cepal y de la unesco (cepal-unesco, 1992).

[19] Los resultados de la Primera y Segunda Encuesta Nacional de Juventud, aplicadas por el inj en 1994 y 1997, respectivamente, indican que el abandono escolar de jóvenes entre 15 y 19 años, pasó de un 13.8% a un 15.1% . En relación con estos resultados, las causales que presentaros mayor frecuencia fueron: problemas económicos, decidió trabajar, falta de interés, matrimonio y embarazo. En este mismo grupo, la variable decidió trabajar se incremento —en el mismo período—, de un 14.1% a un 25.4% (inj, 1998:8-10).

[20] A partir de este enfoque se han construido modelos de investigación tomados de la ciencia médica —estudios epidemiológicos—, que conceptualizan las condiciones económicosociales de los estudiantes más pobres como una enfermedad, que requiere de la definición de procedimientos de intervención de carácter remedial. De esta manera la prioridad se coloca en la concesión de becas a los estudiantes más desfavorecidos, sin asumir la globalidad —externa e interna— de las problemáticas que detonan deserción. Un estudio de estas características en Marshall y Correa, 2001. Este tipo de enfoque no se hace cargo de las conclusiones de otros estudios que demuestran que, de no existir dificultades adicionales, la sola pobreza no es causal suficiente para abandonar los estudios. Cf. Bellei, 2001; Oyarzún et al., 2001a y Oyarzún et al., 2001b.

[21] Las estadísticas elaboradas por el Instituto Nacional de Estadísticas (ine), desnudan la gravedad del problema del desempleo juvenil. Mientras la tasa de desocupación nacional para el período marzo del 2000 a mayo del 2001, se sitúa en torno al 9.3%, en el mismo período los jóvenes entre 15 y 19 años presentan una tasa promedio de desempleo del 27.0%, la más alta de todos los grupos etáreos (ine, 2001).

[22] Es interesante observar que al ser consultados los jóvenes (1997) de estratos socioeconómicos bajos, por la evaluación que realizan de la orientación programática educación para el trabajo, en una escala del 1 al 7, las calificaciones más altas (6 y 7), sólo son acreditadas por un 38.1% de los encuestados (inj, 1998:17-18).

[23] Para el caso argentino ver el estudio de Otero, 2001.

[24] Un reciente estudio del cide (2001), devela que los directores de establecimientos educacionales municipalizados perciben que el 84.2% de sus alumnos forman parte de unidades familiares que se ubican en rangos socioeconómicos medio-bajo y bajo. Luego los mismos directores y sus docentes concluyen que el principal factor de fracaso escolar de sus alumnos está asociado a problemas relacionados con la familia (86% y 88%, respectivamente).

[25] En esta perspectiva se encuentra en desarrollo un estudio patrocinado por la Fundación Paz Ciudadana, el Hogar de Cristo, el Consejo Minero y la empresa Adimark que, en sus fundamentos orientadores, asocia íntimamente el tema de deserción con delicuencia juvenil. Al respecto ver la prensa nacional de la semana del 16 al 22 de junio del 2001.

[26] Es sorprendente que a diez años de promulgado el Estatuto Docente —lla-mado a regular este tema— sólo este año el mineduc, el Colegio de Profesores y los sostenedores educacionales, estén concordando una agenda de trabajo que debiera permitir implementar, de manera piloto durante el año 2002, un mecanismo consensuado de evaluación docente, denominado Marco sobre la buena enseñanza.

[27] Para un enfoque crítico de este modelo, ver Hinzpeter, 2000.