el SIDA y Sus Secretos

El caso de los enfermos de sida a quienes no se comunicó su estado -de modo que murieron o infectaron a otros sin enterarse- ha planteado reclamos de la más variada índole. Los más populares se reducen a pedir la renuncia de la ministra y de cualquier persona que se haya relacionado con el asunto ¿Cómo fue posible, se preguntan, que no se haya notificado oportunamente a esas personas del mal que padecían? ¿No pudo acaso echarse a andar un programa de búsquedas como el que alguna vez se emprendió con quienes estaban presuntamente infectados de cólera?

Carlos Peña Esos reclamos parecen olvidar la naturaleza del sida, el tipo de consecuencias sociales que esa enfermedad acarrea y las cautelas a que obliga.

Y es que ocurre que el sida es una enfermedad que aconseja, a quienes la portan, ocultarse.

Contribuye a ello, sin duda, el hecho que se trata de una enfermedad con connotaciones sexuales. Ella se propaga, pensamos, gracias a los excesos de la vida licenciosa, a quienes usan su cuerpo sin reconocer los límites naturales, a los promiscuos y a quienes practican su sexualidad de manera infiel o en la búsqueda de puro placer.

En suma, una enfermedad de pecadores.

Como en otro tiempo ocurrió con la sífilis, el sida se ha transformado, desde el punto de vista del gran público, en una enfermedad moral: en la expresión de una vida desordenada y carente de reglas, el punto final de un castigo por conductas que no debieron ejecutarse. A diferencia de otros padecimientos -como el cáncer o, en otros tiempos, la tuberculosis- el sida, para el gran público, no es una enfermedad de inocentes sino de culpables; el enfermo no es una víctima, sino un mal portado que recibe su castigo.

El sida sería, a fin de cuentas, una cuestión ética, relacionada con una forma de vida que hay que corregir ¿no se nos insinuó eso, una y otra vez, cuando los sectores conservadores argüían que el problema del sida no se resolvía con preservativos puesto que derivaba de la flojera moral y el hedonismo?

Esas imágenes que llenan la cultura de todos los sectores sociales son, hasta cierto punto y al margen de las cuestiones administrativas cuya transgresión debe, por supuesto, perseguirse, las grandes culpables de que los portadores del VIH vivan su enfermedad de manera vergonzante, la oculten a los demás e incluso deseen a veces ocultarla a sí mismos o simplemente huir.

Y son esas mismas imágenes -los enfermos como culpables, a fin de cuentas- las que han obligado a establecer severas reglas de confidencialidad en el manejo de la información personal referida al sida. El examen del sida se efectúa, por regla general, de manera voluntaria y con consentimiento informado y sus resultados están protegidos bajo la misma regla que los datos estrictamente personales.

No es la enfermedad la que obliga a extremar esas cautelas, sino las imágenes torpemente morales que nosotros mismos construimos o toleramos que se construyan en torno a ella. Después de todo si fuera una enfermedad tan contagiosa como el cólera, pero desprovista de toda connotación sexual ¿qué motivos habría para ocultarla? Esa confidencialidad entonces no es sólo por motivos de pudor o de respeto a la privacidad ajena, es sobre todo una manera de proteger a esos enfermos que, de otra forma, serían maltratados o discriminados por algunos de los mismos que hoy dicen no comprender cómo no se hizo todo lo necesario para enterar a esas personas del riesgo que padecían o cómo, por último, no se hizo público que andaba por allí una decena de portadores en riesgo de contagiar a todos los demás.

Por eso si nada de lo anterior excusa a quienes debieron notificar a los portadores, tampoco es posible aceptar las propuestas que, a propósito de este caso, se han oído estos días. Una de ellas consistiría en revisar el derecho a la confidencialidad del enfermo de sida cuando se contraponga a la protección de la salud pública.

Una regla como esa -rebajar el derecho al secreto de los afectados- acabará estigmatizando a los portadores. De ahí a emplear contra ellos diversas técnicas de aislamiento hay un paso. Si la protección de la salud pública obliga, al parecer, a todas las precauciones ¿por qué entonces, no aislar a los portadores (como, dicho sea de paso, se hizo alguna vez en Cuba) o privarlos de su vida familiar o, mejor aún, identificarlos mediante algún signo visible en la solapa, por ejemplo, para que así las personas bien portadas y sanas no arriesguen el peligro de confiar en ellos?

Parece exagerado; pero no lo es tanto. Y es que ese tipo de reacciones -la vieja receta de proteger a la población aparentemente sana de la minoría enferma- se sabe donde empieza y no donde termina y olvida, en cualquier caso, lo fundamental: que si no hiciéramos del sida un motivo de discriminación, una enfermedad moral que se atribuye a una vida torcida, habría un motivo menos para querer ocultarla.

Fuente: Columna de Carlos Peña en Reportajes de El Mercurio.
Fecha: domingo 19 de octubre de 2008